sábado, 18 de junio de 2011

Divagaciones veraniegas

Veía hace días una sesuda película y uno de los personajes, en una escena hermosísima, se saca de la manga la siguiente frasecilla: El dolor de entonces (léase, después) es parte de la felicidad de ahora. Ése es el trato. Lo decía en "Tierras de penumbra" la hoy casi desaparecida de la gran pantalla Debra Winger, que interpreta a la poetisa norteamericana Joy Gresham en este film.

Dicha película supone una reflexión sobre el amor a través del dolor y sobre la fugacidad de la felicidad, que se vislumbra a través de momentos muy concretos de nuestra existencia y a veces casi sin tiempo para saborearla. Y de hecho, ¿no es verdad que no puede haber dolor sin amor? Son dos conceptos que van de la mano porque echamos en falta a alguien cuando anteriormente nos proporcionó al menos un ratito de felicidad.

El sufrimiento humano seguro que no puede ser en balde, las personas sufrimos porque no podemos soportar las circunstancias. Por ello, cuando uno parece convencerse de que está abrigado por una coraza de acero, porque aún no le ha tocado sufrir lo insufrible ni nada parecido, es cuando se empieza a plantear que esos malos momentos tienen que acabar llegando. 

La pérdida de aquella persona imprescindible a la que quieres debe de ser el mayor sufrimiento que hay. Pensar que no vas a volver a verla y que con el tiempo vas a tener que hacer auténticos esfuerzos para poder  recordar su cara estoy convencido de que tiene poco consuelo posible. Lo pienso muchas veces, sobre todo cuando los kilómetros suponen siempre una barrera y los años aceleran sin remedio. Por eso creo que hablar y sincerarse es importante porque llegado el momento ya no vas a tener posibilidad de hacerlo y porque precisamente eso mismo te puede ayudar a superar un mal trago.

A veces tendemos a aferrarnos a las cosas sin remisión, igual por miedo a lo que no conocemos, no lo sé. Pero las cosas, las personas, no duran para siempre. Todos tenemos fecha de caducidad aunque cueste hacerse a la idea, pero el caso es que nunca acabaremos de estar preparados para lo terrible. La muerte, ese concepto tan temible y enigmático en nuestra cultura,  parece conllevar siempre sufrimiento y quien lo ha vivido precisamente no está aquí para contarlo.

Pero no caigamos en el pesimismo. ¿Y si invertimos aquella frase? ¿El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces? Creo que ahora ya vislumbramos algo de luz, ahora es más fácil darse cuenta de que lo vivido ha merecido la pena, que hemos madurado, que sin felicidad no hay sufrimiento posible porque el sufrimiento resulta inherente a la vida.

Quizás todos tengamos ese valle dorado de la felicidad, ese lugar al que solemos recurrir -aunque sea en pensamiento- para levantarnos el ánimo. Y yo espero más valles dorados por descubrir pese a las desgracias que día tras día ven mis ojos en los informativos o parecen amenazar a la gente de la que me rodeo. Igual es que el dolor nos hace más perfectos, o puede que todo lo contrario, pero en cualquier caso éso es carne de guión para otra película... y evidentemente yo tampoco soy Debra Winger, ¡faltaría más!


martes, 7 de junio de 2011

Víctimas colaterales de la Hª (I): Maximiliano I de México

 He decidido abrir un apartado en este blog para hablar de aquellos personajes de nuestra Historia cuya existencia ha hecho correr ríos de tinta. No se trata de personajes decisivos en el discurrir de la humanidad, qué va, pero en cambio tienen su atractivo en el misterio que conllevaron las causas de su muerte o en la fascinación que podían suponer sus vidas para sus contemporáneos.

Durante mi último año de Universidad realicé un estudio bibliográfico sobre la figura de Maximiliano de Habsburgo. Un trabajo que realicé con gusto -recuerdo- y cuya copia dejé en el disco duro de mi viejo ordenador sin que finalmente haya podido recuperar. En fin, cosas que pasan...


No es tanta la gente que sabe que después de su independencia México fue un imperio. Bueno, realmente lo ha sido dos veces, pero aquí de lo que me interesa hablar es de esa segunda vez, del II Imperio Mexicano (1864-1867). Y me fijo en la figura de un príncipe austriaco a quien el devenir de los acontecimientos de su época le jugaron una horrible encerrona que resulta apasionante contar.

Fernando Maximiliano José de Austria nació en el palacio real de Schönbrunn en 1832. Dicen algunas fuentes que su verdadero padre era Napoléon II, el enfermizo hijo de Napoleón Bonaparte que nunca llegaría a reinar y que desde pequeño vivió en la Corte de Viena, pero ésto es algo que no parece haberse confirmado nunca. En cualquier caso, Maximiliano era un segundón: su hermano Francisco José (el marido de Sisí) era quien estaba destinado a portar la corona del Imperio Austriaco, así que de joven Maximiliano estudió la carrera naval y realizó numerosos viajes de exploración por el Mediterráneo hasta que en 1857 su regio hermano le nombra gobernador de las provincias italianas de Lombardía y el Véneto.

Maximiliano y Carlota
Fue ese año cuando se casó con Carlota de Bélgica, hija del rey Leopoldo y que ha sido protagonista de tantos y tantos estudios de carácter romántico. Su vida, como la de Maximiliano, bien merece un análisis detallado. Pero el caso es que el joven matrimonio acabó marchando en 1859 de la conflictivísima península italiana porque los planes que Francisco José tenía para su hermano habían cambiado.
La pareja se trasladó a Trieste, junto al Adriático, al castillo de Miramar que tanto le había costado edificar a Maximiliano. Allí se alejó de la vida pública hasta que un 3 de Octubre de 1863 una extraña petición resultará capital en su vida: una delegación compuesta por diplomáticos mexicanos le ofrece el trono del Imperio Mexicano. Y Maximiliano, que era de espíritu aventurero y había visto empeorar su relación con Francisco José, acabó aceptando el reto, que conllevaba la pérdida de todos sus derechos dinásticos en Austria.

Valga decir que México era entonces un polvorín. Napoléon III había decidido invadir el país para exigir el pago de las deudas contraídas por el gobierno de Juárez y, una vez allí, estaba dispuesto a convertirlo en un Estado satélite que sirviera de freno a los planes expansionistas de los EE.UU. sobre Latinoamérica.


Palacio de Miramar (Trieste, ITA)

México llevaba años enfrascado en una guerra civil entre el bando liberal (con mayor apoyo popular) y el conservador (sustentado por Francia y su ejército). A instancias de Napoleón III se le ofrecía al archiduque austriaco la posibilidad de dirigir un país rico y muy extenso, pero tras bajar de la fragata Novara y pisar tierra mexicana en Veracruz (21 de Mayo de 1864) Maximiliano se topó de lleno con la realidad cruda de un país analfabeto, empobrecido y endeudado tras décadas de inestabilidad política.


Muy pronto el nuevo emperador se mostró más liberal de lo que sus partidarios conservadores podían tolerar, con medidas tan a contracorriente como la nacionalización de los bienes eclesiásticos o su negativa a suprimir la libertad de culto. Además, demostraba una especial sensibilidad hacia la población indígena y trató de potenciar el desarrollo económico y social de todo el país. A su vez, en el apartado cultural embelleció la capital y se afanó en potenciar el estudio de las culturas prehispánicas de México.

Sin embargo, a la férrea oposición del bando republicano (que nunca reconoció su gobierno al considerarlo un invasor) se le sumó el creciente descontento de buena parte de los conservadores y el malestar de Napoleón III, cansado de aportar recursos en una guerra interminable contra las tropas de Benito Juárez mientras Maximiliano ponía sus miras en México y su gente, haciendo esfuerzos generosos para convertise en un elemento de integridad nacional pese a todos los obstáculos del camino.

El emperador francés ordenó finalmente retirar sus tropas antes de lo acordado -las necesitaba para hacer frente a la beligerante Prusia de Bismarck- y EE.UU., recién salido de su propia guerra civil entre el Norte y el Sur, tomó parte activa en el conflicto con un apoyo decidido al bando republicano. Maximiliano, cada vez más sólo, se negó a abandonar a sus partidarios y marchar a Europa. Carlota regresó en busca de la piedad de Napoleón III y del Papa de Roma pero acabó enloqueciendo recluída en un pequeño castillo de su Bélgica natal sin terminar de superar nunca el trágico destino que le deparaba a su marido.

Último adiós de Maximiliano

Abandonado a su suerte por su hermano y separado para siempre de su infeliz mujer (que falleció en 1927), Maximiliano decidió atrincherarse mientras los liberales no cesaron en su empeño hasta convertir México en una república. Así que el emperador acabó por ser capturado en Querétaro y llevado ante un tribunal militar junto a sus leales generales Miguel Miramón y Tomás Mejía. Desoyendo los mensajes de clemencia que llegaban de Europa, el emperador y sus dos compañeros fueron fusilados en el Cerro de las Campanas de aquella ciudad el 19 de junio de 1867. Era la manera de decir al mundo que México no toleraría nunca un gobierno impuesto por las potencias extranjeras.


"La ejecución del Emperador Maximiliano", de Manet

De ese modo tan trágico es como acababa el II Imperio y comenzaban años de república que se extienden hasta hoy. Una vida corta pero muy intensa la de aquel archiduque Habsburgo amante de la naturaleza y del mar a quien la diosa fortuna le encomendó una tarea extremadamente complicada, sólo apta para espíritus tan inquietos y adelantados a su tiempo como el suyo. Una vida de película digna de cualquier gran estudio de Hollywood y que ha tenido su refrejo literario de distinta manera, siempre al socaire de las tendencias políticas de cada momento. Una de esas pequeñas historias que engrandecen la Historia y que conviene descubrir de vez en cuando.