viernes, 20 de abril de 2018

País insolente

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España es un país peculiar; y no creo que sea ésta una apreciación exclusivamente mía. No hay nada mejor para ver cual es nuestra conducta y los valores que defendemos que darnos un garbeo por las naciones vecinas, pues es ahí donde nos percatamos de nuestras singularidades, de nuestras virtudes y de nuestros defectos como sociedad.

Estoy convencido de que a ojos de otro ciudadano europeo hay cosas que deben de resultar complicadas de entender. Seguro que más de un guiri se ha llevado alguna vez las manos a la cabeza -o a los oídos- con las cosas que ocurren y oye a este lado de los Pirineos. Sin ir más lejos este sábado se celebra una nueva final de Copa del Rey y no hace falta ser muy ducho en fútbol para adivinar que cuando la juega un equipo como el F.C. Barcelona el lío está montado de antemano. La ocasión viene que ni pintada este año, oiga usté...

Nuestro país tiene un evidente problema identitario. Y la cara menos amable de ello es que conlleva una pérdida irreparable de valores, echando por tierra aquellas cosas que aún nos unen. Y es ese el camino que parece que hemos decidido seguir como sociedad, aquel en el que no hace falta los símbolos que en otros estados resultan por ley y por conducta inalienables e intocables. Sin irse muy allá, en Francia existe una cultura de respeto a los símbolos e instituciones comunes arraigada en el tiempo y en la conciencia de la población francesa. ¿De manera excesiva? Muy probablemente. De hecho allí el Estado ha llevado desde hace muchísimo tiempo una política de uniformidad cultural, desdeñando las identidades territoriales y cualquier conato de nacionalismo que venga a enfrentarse con los intereses del Estado, con los intereses de todos los franceses. En eso nuestro vecino del norte vive a leguas de nosotros. Ya se sabe: tan cerca... y tan lejos en casi todo...

Aquí sin embargo nos empecinamos en cuestionarlo todo. En multitud de ocasiones hemos relacionado símbolos como la bandera o el himno de todos con asuntos que nos han hecho caer en el error, en un error muchas veces buscado e interesado, porque lo politizamos todo. Y el caso es que el tema ya se nos está yendo de las manos completamente.

Cuando vemos imágenes de banderas españolas que se queman en algunas barricadas de Cataluña (o del País Vasco) seguramente sus infractores aseguren que lo hacen porque detestan al Gobierno español, cayendo en el pueblerino error de identificar la bandera con un gobierno de un color político concreto cuando es la bandera nacional la que por sí misma y en exclusiva representa a más de 46 millones de ciudadanos, ya vivan en Betanzos, en Puertollano o en Palamós, me da lo mismo.

Por eso, cuando en un evento tan multitudinario y con tanto eco mediático como una final de Copa, y sabiendo por anticipado que muchos espectadores van a participar en un acto de sabotaje en el momento en que suenen los acordes de nuestro muy vilipendiado himno, no se entiende la actitud de aquellos políticos que para no meterse en jardines con los secesionistas dicen aquello de "paso palabra". Porque en el fondo la Justicia y quienes representan a todos parecen estar maniatados de pies y manos en esta cuestión, yéndose siempre de rositas esos que aluden a la libertad de expresión para pitar al himno o al jefe del Estado, o ni que digamos quemar en una pira con demostrado boato la bandera nacional. De verdad, en Democracia, ¿todo vale?

Y el ciudadano de a pie, aquel que cumple las leyes y no se mete con nadie, tiene que aguantar que grupúsculos de energúmenos maleducados falten al respeto a aquellas cosas que son emblemas -mientras no se cambien- de toda una nación y de todos sus habitantes. Porque si nosotros hiciéramos exactamente lo mismo, oséase,  ir a Cataluña y pitar el himno catalán, quemar una estelada o vociferar a  los cuatro vientos improperios contra aquel territorio, estoy seguro de que esta gente, además de llamarme fascista me pondría a caldo hasta hacerme la vida imposible. Pero no, como son ellos los que pitan  no se les puede ni tocar porque se aferran a su derecho de libertad de expresión. ¿O estoy equivocado?

En España tendemos a confundir los términos. Confundimos la libertad de expresión con una suerte de libertinaje. Confundimos el significado de la bandera rojigualda (que no la inventó Franco ni es borbónica, de hecho en la Primera República era la bandera oficial). Confundimos las políticas de recortes o la corrupción del Gobierno del PP con el mal llamado nacionalismo español. Confundimos la república con un régimen siempre de izquierdas que vela por los problemas sociales. Y podría alargarme aún más y más. Porque gracias a la connivencia de la gran mayoría de los partidos "de izquierda" al secesionismo catalán o a los nacionalismos periféricos no les faltan paños calientes, gente que les apoye en sus reivindicaciones por mucho que en su ideario brille por su ausencia la solidaridad entre territorios. Porque gracias a esta deriva de la izquierda, una parte de sus tradicionales votantes se han quedado huérfanos en su intención de voto. La singularidad de la "izquierda" española con respecto a la del resto de Europa da para escribir un mamotreto en otra ocasión, la verdad.

Y no, no guardo en mi casa ni una sola bandera de España. Tampoco tarareo el himno cuando lo escucho por la tele; en serio que nunca me ha dado por ahí.  Pero si algún día este país quiere volver a ser algo y salirse de la deriva en la que se ha metido hay una cosa que no puede faltar como sociedad; un elemento básico para construir puentes. Y ese pilar tan sustancial se llama RESPETO, tanto a quienes no piensan igual que yo como a aquellos símbolos que les representan. Nadie está pidiendo que la gente coloque la mano en el pecho cada vez que se tocan los acordes del himno nacional antes de un partido de la selección de fútbol, pero sí que tengamos en cuenta que el respeto ajeno empieza siempre por el respeto de uno mismo. Y muy lamentablemente, y para vergüenza de todos, lo que se contemplará mañana en la capital y a través de la mayor parte de las televisiones del mundo, es totalmente incomprensible, antideportivo e intolerable. ¿A qué esperamos para dejar de ofrecer al mundo esta imagen tan aberrante como nación?