miércoles, 5 de diciembre de 2018

Intolerantes


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Hace un par de días, tras conocerse los resultados de las elecciones en Andalucía, Pablo Iglesias llamaba de todo a VOX, el partido de Santiago Abascal que ha irrumpido con inusitada fuerza en el Parlamento andaluz. Entre otras cosas, le atribuyó los calificativos de machista, franquista y homófobo. Nada nuevo.

Lo curioso es que se da el caso que el partido ganador -el PSOE- parece que ha sido el gran perdedor. Y sin embargo, el partido que obtiene menos representación parlamentaria -VOX- ha sido el que ha ganado las elecciones. Las cosas de la política. Y para muestra, no había más que ver el semblante de Susana Díaz, que en un par de horas había envejecido quince años y había adelgazado veinte kilos. Las cosas de vete tú a saber...

Pero lo sucedido en la comunidad autónoma más poblada de España ¿es extrapolable al resto del Estado? Bueno, evidentemente se trata de un aviso a navegantes, sobre todo para un Partido Socialista que tenía en Andalucía su mayor granero de votos y donde llevaba varias décadas sin bajarse del sillón, cometiendo los peores vicios de quienes ya llevan tanto tiempo gestionando la cosa pública. ¿Desgaste? Seguro. Pero también algo más.

Estos resultados hay que analizarlos en clave nacional, por más que la aún presidenta se esforzara en campaña por no tocar los "leitmotiv" de la política nacional, a sabiendas de que éso era destructivo para sus resultados. Y a decir verdad parece que de Andalucía se habló más bien poco, pues la votación al final se convirtió en un plebiscito hacia las políticas de Pedro Sánchez, que sufre un duro revés de cara a lo que queda de legislatura (que a saber cuánto de poco será).

Pero, ¿por qué VOX? Y también, ¿por qué ahora? Esas preguntas debieran hacérselas todos los partidos políticos. Sin posponerlas y sin evitar la autocrítica. Todo lo relacionado con el "asunto catalán" ha enturbiado tanto el ambiente político español que no dudo que haya sido causa directa del ascenso de la ultraderecha, precisamente ahora y a rebufo de lo que ya es una realidad en la mayor parte del resto de países de Europa. Pero hay más. La izquierda en España, a mi juicio, vive una pérdida de valores; lleva tiempo olvidando e incluso despreciando ciertos emblemas que en otras naciones no se discuten. Y todo ello coqueteando y simpatizando con los partidos nacionalistas o directamente secesionistas, en lugar de tratar de mantener un equilibrio sin cuestionar en demasía los valores que refleja la Constitución. La nueva izquierda española (Podemos, básicamente) no se siente reflejada en el ordenamiento surgido en la Transición y se siente más cómoda con aquellos que directamente quieren acabar con él y con el Estado. Está radicalizada.

España ha perdido el centro. La radicalidad de la que hablo e incluso la intolerancia ha ganado terreno a la mesura y al reformismo, al diálogo y al parlamentarismo. Y nadie debe mirar para otro lado. ¿Cómo es eso de que el mismo lunes en Málaga, Sevilla y Granada se convocaran manifestaciones (no autorizadas) para protestar contra los 12 diputados conseguidos por VOX?  ¿Y las protestas de ayer en Cádiz acompañadas de destrozos al mobiliario público? Ésto es democracia, señores, aunque no nos gusten sus postulados. Habrá que vencerlos con la palabra, para que vean que muchas de las cosas que defienden no tienen cabida en un régimen democrático.

Mi percepción personal es que el nuevo PP de Pablo Casado ha revitalizado los peores clichés de aquel Aznar en la oposición. Que Ciudadanos, partido que al inicio se autoproclamaba socialdemócrata y reformista, en los últimos tiempos ha perdido el centro. Sus ansias de poder le hacen defender los mismos postulados que los populares, e incluso en no pocas ocasiones con mucha más beligerancia. Que Albert Rivera y Pablo Casado coincidan en la indumentaria igual no es tanta casualidad. Ese viraje de estos dos partidos hacia las trincheras de la dura oposición ha envalentonado a aquellos que menos campaña han hecho en Andalucía porque muchos andaluces han perdido la fe en los partidos tradicionales, que ya no les representan. Y el discurso de VOX es mucho más barato de comprar, desde luego.

El PSOE, por su parte, sobrevive sobre una fina cuerda sufriendo el desgaste de gobernar con tan pocos diputados y el apoyo cuestionable de los peores compañeros de viaje posibles, mientras se cuentan los días para que empiece el juicio de los encarcelados por el Procès. Si Pedro Sánchez ha intentado -acertadamente o no- mantener un diálogo con Cataluña para no enmarañar más el asunto, tampoco ha encontrado demasiada ayuda, esa es la verdad.

Entonces, ¿qué panorama tenemos? El de la radicalización. La que vemos todos los días en las redes sociales y también en las cuentas de Twitter de nuestros representantes públicos. Medio éste que ahora sirve para dar a conocer los programas y las acciones de los distintos partidos, e incluso para rendir cuentas al ciudadano. Da que pensar. Pero como iba diciendo, ese lenguaje taxativo, de blanco o negro, que se ha establecido en el Congreso y en los mítines a pie de calle no hace ningún bien a la labor de no alimentar el extremismo. La intolerancia por aquel que no piensa como nosotros nos está devorando porque en lugar de bomberos muchos políticos se han erigido en verdaderos pirómanos. ¿Y qué es sino VOX? Pues una reacción al extremismo del otro lado, a la pérdida de valores de la izquierda, entre otras cosas. Entonces, ¿de qué nos extrañamos? La radicalidad siempre genera más radicalidad y aquí cada vez hay menos gente dispuesta a querer apagar las llamas.


viernes, 17 de agosto de 2018

Croacia: la tierra y el Adriático

La "caída del muro", la desmembración de la URSS, la guerra de Bosnia... Son hitos de nuestros años de crecimiento, de nuestra juventud. Acontecimientos que pudimos ver en imágenes, no con la calidad visual que tenemos ahora, desde luego, pero sí como hechos tan definitorios que han servido para entender la Europa que ahora contemplamos.

Tales acontecimientos, que no tienen más de treinta años, han quedado muy lejanos. Como lejanos nos parecían países como Yugoslavia, la Unión Soviética o la R.D.A., siempre al otro lado del Telón de Acero, como mirándolos por encima del hombro gracias a un sistema político y social que les diferenciaba como europeos de tercera. Por suerte, y para bien o para mal, hoy en día es posible la circulación de personas entre los distintos territorios, matices aparte claro está. Uno puedo un día despertarse en Sarajevo y acostarse después de un día agotador y tras contemplar su magnífica estampa de edificios dorados por el sol de la tarde en la espectacular Praga. O hacer lo  mismo en Timisoara y en Madrid. ¡Ay, si es que no hay nada como viajar! Pasear, descubrir, la historia, la cultura... Mejor no sigo.

Vista del golfo de Kvarner con alguna de sus islas desde el P.N. Risnjak
Mi última aventura me ha llevado a una de esas naciones "de moda": Croacia. País pequeño pero con esa conjunción irresistible de paisaje, bosques, costa y ciudad. Si las piedras hablaran Croacia sería un loro parlanchín. Romanos, eslavos, otomanos, italianos, austriacos... Está claro de que Croacia se ha configurado a base de oleadas de invasiones, de ahí su riqueza cultural y patrimonial aunque afortunadamente para ellos, y desde inicios de los noventa, ahora pueden pavonearse de llevar las riendas de su propio destino.

El caso es que el país con la bandera del mantel a cuadros es de todo menos feo. Desconozco las regiones del interior, así como su capital, Zagreb. Pero de la cordillera de los Alpes Dináricos hacia la costa es un país francamente bonito. Para mí ha sido lo esperado. No me esperaba más, pero tampoco me esperaba menos. Sabía a lo que iba y eso me permitió disfrutarlo en todo su sentido.


Lo que más llama la atención de Croacia es lo mediterréneo que se ve y se huele. No faltan los pinares, las higueras, los frutales, las vides o los olivos. Tampoco faltan sus numerosas horas de sol y el calor, pegajoso debido al efecto del influjo de la mar. Su costa recortada por cientos de islas e islotes y flanqueada por la silueta de la cordillera de los Alpes Dináricos le dan una cierta imagen de edén, casi virginal. ¿El Mediterráneo tal como era? Puede ser, aunque Croacia ya ha sido devorada por el turismo y todo lo bueno y lo malo que ello conlleva. Y decía que llama la atención porque frente a esa imagen está la de los croatas, muchos de ellos rubios y de piel pálida que en nada son la imagen que uno espera para un terreno de tales características, el de un país del sur de Europa. No quiero decir que todos los croatas sean rubios, desde luego, pero hay algo en ellos que hace decirme "esta gente parece venir de otro lugar". ¡Claro... son eslavos!

No es sencillo quedarse con una única imagen de un país tan interesante. Pequeño, pero interesante... Si no caben más de 4 millones y poco se debe a que no se han puesto a talar árboles. Los espectaculares lagos de Plitvice, en el interior, son Patrimonio Mundial de la UNESCO y tienen una fama muy bien ganada. La pena es que están masificados los senderos que los recorren. Pero la conjunción de cascadas, agua de color turquesa y la frondosidad de sus bosques les hacen ser parada obligatoria en cualquier viaje a Croacia que se precie.

Y qué decir de Split, la capital de la costera región de Dalmacia. Una ciudad portuaria, histórica, aunque puede ser que algo venida a menos tras la caída del Comunismo. Aquí no hay dudas, descubrir Split es lo mismo que decir Palacio de Diocleciano. La estrechez de sus calles y la antigüedad de sus piedras te trasladan a la vieja Roma, ahora bien, a la Roma ya en decadencia que está a punto de ser presa de los bárbaros (aquí, los eslavos). Imagino que la vieja Spalato está orgullosa de su antiguo esplendor como centro importante del Imperio, aunque a decir verdad y para colmo de males me fue imposible comprobarlo. Otra vez será.

La bella Dubrovnik
Costa al norte y costa al sur la mente te retrotrae al esplendor veneciano. Pueblos que en su día fueron escala en el comercio generado desde Venecia a lo largo de todo el Adrático. Esbeltos campanarios de piedra y pequeñas playas, de cantos en su mayoría, para disfrutar de las cristalinas aguas y de una vegetación y un clima espectaculares. Y así, hasta llegar a Dubrovnik, rival en su día de aquella Venecia que aquí lo acaparaba todo. La ciudad parece algo escondida según te acercas, pero ya allí te ofrece el mejor casco histórico de toda Croacia. La ciudad vieja está rodeada de casi 2 kms. de muralla desde la que se divisa el Adriático en toda su dimensión. Una ciudad abierta al turismo, algo cara para ser exactos, pero con un patrimonio civil y religioso de primer orden. Aún  son visibles en ella las consecuencias de aquella guerra contra Serbia y Montenegro que dejó a la "perla del Adriático" sumida en la tristeza y la devastación. Pero Dubrovnik, como Croacia, ha sabido recuperarse y sacar la cabeza hasta ser considerada un destino de primerísimo orden.

Hacer parada de solo un día en la isla de Hvar (tan cara como intensamente bonita) te sabrá a poco. Y de allí rumbo al norte de nuevo para aproximarnos al golfo de Kvarner, o de Rijeka. Por aquí la influencia italiana ha sido más reciente, así como la austriaca o centroeuropea. La ciudad-balneario de Opatija trae reminiscencias de aquellos años en que esta zona era parte del Imperio de los Habsburgo, salida al mar de Austria-Hungría. Antes, eso sí, de que terminaran los vals con disimulado estrépito y la Gran Guerra pusiera la zona y al mismo imperio patas arriba. Nunca más regresó ese esplendor, aunque sus ciudadanos lo intentan con jornadas estivales de recreación histórica.

Resumiendo. Croacia, país moderno y joven (piedras aparte) es complicado que te defraude, inimaginable diría yo. Puedes pedir más a los croatas en su esfuerzo por dar un servicio turístico de calidad. También puedes pedir mejores hoteles, desde luego; hay muchas cosas que aún deben mejorar, de hecho. Pero no puedo concebir que a nadie pueda dejarle indiferente. Así que ya sabéis, daos un capricho, ahorrad un poquito porque no demasiado lejos se encuentra un país de aguas limpias, turquesas, bosques milenarios y pueblos/ciudades con encanto que os está aguardando. ¡No olvidéis vuestra cámara y a disfrutar!


Split observada desde el Adriático


viernes, 20 de abril de 2018

País insolente

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España es un país peculiar; y no creo que sea ésta una apreciación exclusivamente mía. No hay nada mejor para ver cual es nuestra conducta y los valores que defendemos que darnos un garbeo por las naciones vecinas, pues es ahí donde nos percatamos de nuestras singularidades, de nuestras virtudes y de nuestros defectos como sociedad.

Estoy convencido de que a ojos de otro ciudadano europeo hay cosas que deben de resultar complicadas de entender. Seguro que más de un guiri se ha llevado alguna vez las manos a la cabeza -o a los oídos- con las cosas que ocurren y oye a este lado de los Pirineos. Sin ir más lejos este sábado se celebra una nueva final de Copa del Rey y no hace falta ser muy ducho en fútbol para adivinar que cuando la juega un equipo como el F.C. Barcelona el lío está montado de antemano. La ocasión viene que ni pintada este año, oiga usté...

Nuestro país tiene un evidente problema identitario. Y la cara menos amable de ello es que conlleva una pérdida irreparable de valores, echando por tierra aquellas cosas que aún nos unen. Y es ese el camino que parece que hemos decidido seguir como sociedad, aquel en el que no hace falta los símbolos que en otros estados resultan por ley y por conducta inalienables e intocables. Sin irse muy allá, en Francia existe una cultura de respeto a los símbolos e instituciones comunes arraigada en el tiempo y en la conciencia de la población francesa. ¿De manera excesiva? Muy probablemente. De hecho allí el Estado ha llevado desde hace muchísimo tiempo una política de uniformidad cultural, desdeñando las identidades territoriales y cualquier conato de nacionalismo que venga a enfrentarse con los intereses del Estado, con los intereses de todos los franceses. En eso nuestro vecino del norte vive a leguas de nosotros. Ya se sabe: tan cerca... y tan lejos en casi todo...

Aquí sin embargo nos empecinamos en cuestionarlo todo. En multitud de ocasiones hemos relacionado símbolos como la bandera o el himno de todos con asuntos que nos han hecho caer en el error, en un error muchas veces buscado e interesado, porque lo politizamos todo. Y el caso es que el tema ya se nos está yendo de las manos completamente.

Cuando vemos imágenes de banderas españolas que se queman en algunas barricadas de Cataluña (o del País Vasco) seguramente sus infractores aseguren que lo hacen porque detestan al Gobierno español, cayendo en el pueblerino error de identificar la bandera con un gobierno de un color político concreto cuando es la bandera nacional la que por sí misma y en exclusiva representa a más de 46 millones de ciudadanos, ya vivan en Betanzos, en Puertollano o en Palamós, me da lo mismo.

Por eso, cuando en un evento tan multitudinario y con tanto eco mediático como una final de Copa, y sabiendo por anticipado que muchos espectadores van a participar en un acto de sabotaje en el momento en que suenen los acordes de nuestro muy vilipendiado himno, no se entiende la actitud de aquellos políticos que para no meterse en jardines con los secesionistas dicen aquello de "paso palabra". Porque en el fondo la Justicia y quienes representan a todos parecen estar maniatados de pies y manos en esta cuestión, yéndose siempre de rositas esos que aluden a la libertad de expresión para pitar al himno o al jefe del Estado, o ni que digamos quemar en una pira con demostrado boato la bandera nacional. De verdad, en Democracia, ¿todo vale?

Y el ciudadano de a pie, aquel que cumple las leyes y no se mete con nadie, tiene que aguantar que grupúsculos de energúmenos maleducados falten al respeto a aquellas cosas que son emblemas -mientras no se cambien- de toda una nación y de todos sus habitantes. Porque si nosotros hiciéramos exactamente lo mismo, oséase,  ir a Cataluña y pitar el himno catalán, quemar una estelada o vociferar a  los cuatro vientos improperios contra aquel territorio, estoy seguro de que esta gente, además de llamarme fascista me pondría a caldo hasta hacerme la vida imposible. Pero no, como son ellos los que pitan  no se les puede ni tocar porque se aferran a su derecho de libertad de expresión. ¿O estoy equivocado?

En España tendemos a confundir los términos. Confundimos la libertad de expresión con una suerte de libertinaje. Confundimos el significado de la bandera rojigualda (que no la inventó Franco ni es borbónica, de hecho en la Primera República era la bandera oficial). Confundimos las políticas de recortes o la corrupción del Gobierno del PP con el mal llamado nacionalismo español. Confundimos la república con un régimen siempre de izquierdas que vela por los problemas sociales. Y podría alargarme aún más y más. Porque gracias a la connivencia de la gran mayoría de los partidos "de izquierda" al secesionismo catalán o a los nacionalismos periféricos no les faltan paños calientes, gente que les apoye en sus reivindicaciones por mucho que en su ideario brille por su ausencia la solidaridad entre territorios. Porque gracias a esta deriva de la izquierda, una parte de sus tradicionales votantes se han quedado huérfanos en su intención de voto. La singularidad de la "izquierda" española con respecto a la del resto de Europa da para escribir un mamotreto en otra ocasión, la verdad.

Y no, no guardo en mi casa ni una sola bandera de España. Tampoco tarareo el himno cuando lo escucho por la tele; en serio que nunca me ha dado por ahí.  Pero si algún día este país quiere volver a ser algo y salirse de la deriva en la que se ha metido hay una cosa que no puede faltar como sociedad; un elemento básico para construir puentes. Y ese pilar tan sustancial se llama RESPETO, tanto a quienes no piensan igual que yo como a aquellos símbolos que les representan. Nadie está pidiendo que la gente coloque la mano en el pecho cada vez que se tocan los acordes del himno nacional antes de un partido de la selección de fútbol, pero sí que tengamos en cuenta que el respeto ajeno empieza siempre por el respeto de uno mismo. Y muy lamentablemente, y para vergüenza de todos, lo que se contemplará mañana en la capital y a través de la mayor parte de las televisiones del mundo, es totalmente incomprensible, antideportivo e intolerable. ¿A qué esperamos para dejar de ofrecer al mundo esta imagen tan aberrante como nación?





martes, 9 de enero de 2018

El mejor cine del 2017

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Acabó otro año y es el momento apropiado para recordar todas aquellas películas que he podido ver durante el 2017. La sensación es similar a la del año anterior: no hay una película indiscutiblemente buena que vaya a pasar a mi disco duro de los recuerdos con el paso de los años. Ahora bien, películas buenas (o muy buenas) las ha habido. Hagamos un repaso.

7. HANDÍA.
Comenzamos con este drama rodado en euskera en torno a la relación que se establece entre dos hermanos de un caserío de Guipúzcoa a lo largo de varias décadas; la fábula de un misterioso gigante en una España azotada por la confrontación entre el Carlismo y el Liberalismo a mediados del siglo XIX. 

"Handía" es puro clasicismo donde la pausa y el poder de la narración lo son todo. Cine distinto dentro de nuestro país por la época en que se ambienta y su poder de sugestión. Cuenta con 13 nominaciones a los premios Goya.



6. WONDER WHEEL.
Lo último de Woody Allen ha sido también lo último en estrenarse durante el 2017. Parece que el director neoyorquino tenía ganas de rodar con Kate Winslet y le ofreció el guión de una especie de tragedia griega trasladada a la playa y parque de atracciones de Coney Island, lugares donde se ubica una madeja de anhelos, celos e insatisfacciones en torno a 4 personajes durante la década de 1950. Un producto teatral, con una gran ambientación musical -que para eso es cine de Woody Allen- y una extraordinaria fotografía que juega con los colores luminosos del parque de atracciones donde se encuentra la casa donde residen los personajes principales. Me entretuvo y aunque la Winslet hace un papel parecido al de la extraordinaria Cate Blanchett en "Blue Jasmine" viene a engordar su ya considerable colección de interpretaciones jugosas en sus veintipico años de carrera.



5. LA GRAN ENFERMEDAD DEL AMOR.
No es mi género la comedia romántica, pero de vez en cuando resulta motivante ver películas inteligentes, naturales y sin exceso de edulcorantes como ésta. La clave reside en un guión bien armado, con frases que no suenen huecas o tontorronas, y unos actores entregados a sus jugosos papeles. Supone la vuelta a la gran pantalla de Holly Hunter y el descubrimiento de la química existente entre Kumail Nanjiani y Zoe Kazan. Una película que bascula entre el romanticismo, la emotividad y el humor y que en cierto modo me recuerda a una de las mejores comedias del género de los últimos años, "Una cuestión de tiempo". Todo un hallazgo que suena con cierta fuerza para las inminentes nominaciones a los Oscar.



4. LA GUERRA DEL PLANETA DE LOS SIMIOS.
En el verano nos llegó la tercera entrega (¿será la última?)  de esta saga resucitada casi milagrosamente. ¡Quién me iba a decir a mí que me iba a gustar tanto...! Tras una estimable primera película y una segunda grandiosa y espectacular ésta tercera puede que esté un peldaño por debajo de la anterior, pero es igual de entretenida y maravillosa. Quizás le falte el arco tan variopinto de personajes que tenía la del 2014, pero siguen ahí de pié el mono César (para mí unos de los mejores personajes de película de este siglo XXI) y sus acompañantes luchando contra esa banda de desalmados humanos en una guerra sin cuartel donde hay pocos resquicios a la compasíón y a la fraternidad; pero cuando los hay, la dirección y el guión resultan tan verdaderos que lo que ves se convierte en verdadera magia.
Es una gran noticia comprobar que cuando a un correcto guión le acompaña una tecnología acertadamente utilizada se pueda hacer cine de gran espectáculo sin resultar vacuo ni cargante. Por ello, las últimas películas del Planeta de los Simios han convencido por igual a crítica y público.



3. LA CIUDAD DE LAS ESTRELLAS (LA LA LAND).
Probablemente el drama musical de Damien Chazelle sea el evento cinematográfico del año si dejamos remakes de cintas de culto y nuevas entregas de sagas galácticas aparte. 
La película, destinada a triunfar en la última entrega de los Oscar, se quedó con un palmo de narices al perder en la categoría principal no se sabe muy bien cómo y de aquella sorprendente manera; luego hablamos de los Goya... En cualquier caso, "La La Land" resulta de un atractivo visual tan evidente y tiene tanto encanto que resulta muy disfrutable, pero se la puso en su día tan... tan por las nubes que a más de uno y de dos le supo un poco a decepción, pese a tener un último acto arrebatador y casi casi perfecto. Ni un pero a la gran actuación de Emma Stone y a la realización prodigiosa de su aún muy joven director. 



2. COMANCHERÍA.
Según he podido saber, esta cinta de cine independiente  se exhibió en el Festival de Cannes de 2016 en el apartado "Una cierta mirada". Se ve que no tenía cabida en la sección oficial a concurso: había que hacer hueco a esos insufribles dramas asiáticos tan interesantes o a los nuevos trabajos de directores consagrados cuyos postulados cinematográficos no es capaz de entender el aficionado al cine de a pié por estar en otra dimensión intelectual. Pero a lo que voy, "Comanchería" de David Mackenzie fue una de las revelaciones el año pasado. Un thriller rural, un western social y policiaco con trasfondo familiar, que mereció mayor atención por parte de los aficionados al cine y los programadores de las salas  porque cuenta con un estupendo guión y unas interpretaciones de primerísimo nivel. Es fácil entender a los protagonistas y sus motivaciones, pues hace ya mucho tiempo que en el oeste norteamericano los indios dejaron de ser los verdaderos enemigos. Un mensaje tan de actualidad y en  una película tan bien realizada que harán que con el paso de los años "Comanchería" pueda convertirse en un clásico de nuestro era.



1. LOVING.
Y acabo con esta pequeña cinta dirigida por Jeff Nichols (otro director joven a tener en cuenta y autor de la recomendable "Mud"). Parecía destinada también a hacer ruido en las diversas entregas de premios, pero acabó por ser olvidada y, por supuesto, pasó de puntillas en su momento por nuestras carteleras. 
Rescatar su visionado y verla en V.O. no es un ejercicio de pérdida de tiempo en absoluto porque estamos ante una película que transmite tanta verdad, con tan pocos diálogos y tantos silencios, que resulta del todo reconfortante. Las pausas, la mirada de Ruth Negga y la historia, narrada de manera clásica, contenida y sutil, sin un solo amago de aspaviento, hacen de "Loving" la plasmación afortunada de una historia real tan injusta como dolorosa. Supone también la reivindicación de su joven director como uno de los mejores de la nueva generación de directores estadounidenses. Quizás, para mí,  la mejor película del año en un muy apretado podio final. Veremos qué nos depara el 2018.