sábado, 11 de julio de 2015

Pitos y banderas

Problemático, muy convulso y caldeado se encuentra el escenario político. Recién salidos de unas elecciones locales y autonómicas que han dado un vuelco considerable al panorama político de la piel de toro y con la efeméride que supone el primer aniversario de la proclamación de Felipe VI como jefe del Estado, en las últimas semanas ha vuelto el rifirrafe a costa de la superbandera que adornaba la espalda de Pedro Sánchez en la presentación de su candidatura a los próximos comicios nacionales por el Partido Socialista. Dichosa bandera...

En otro orden de cosas, suele pasar. Cada vez que juega la final de Copa del Rey el F.C. Barcelona, o el Athletic de Bilbao, o ambos como en esta edición, vuelve la polémica. Durante días se habla de organizar una gran pitada en contra del himno español, y todo ello viene acompañado de las declaraciones de políticos del más amplio arco parlamentario. Los unos, justificando todo en aras de la libertad de expresión. Los otros, hablando de acto irresponsable y vergonzoso. Y lo que debería ser sólo UN PARTIDO DE FÚTBOL se convierte en un espectáculo que logra trascender a los medios de comunicación nacionales.

De acuerdo que el himno de nuestro país lo que se dice bonito no es (o no me lo parece, que para todo hay gustos), pero se trata sobre todo, y nos guste o no, de un emblema. Representa no a un gobierno ni a un determinado partido político, ni siquiera por supuesto a una corriente ideológica, sino que representa, o al menos así lo entiendo yo, a una nación y a toda una sociedad. Lo mismo que la figura del rey, que más allá de sus discrepancias tiene un gran valor simbólico. Por eso, la risilla picarona de Artur Mas es cuanto menos deleznable porque más allá de pertenecer a un partido político y ser el presidente de Cataluña es, y así lo dice la Constitución, representante del Estado (el español) en su comunidad autónoma. Todo, sí, muy contradictorio, como se ve.

El himno español no es una creación de Franco. Y la bandera tampoco lo es. Son símbolos que se remontan a siglos atrás en el tiempo y de los cuales no se ha hecho siempre un buen uso. Y no trato de rebatir ningún sentimiento a los pacíficos y no tan pacíficos asistentes a esa final que silbato en boca dedicaron una estruendosa pitada a Felipe VI y al himno, sino que el mayor reproche habría que centrarlo en la RFEF -organizadora del acto y que, pese a todo lo que se sabía ya, no hizo nada porque primara la tolerancia y el "juego limpio"- y en los diversos politicuchos que días antes trataron de justificar lo que iba a pasar en pos de la muy manida "libertad de expresión", auténtico totem que parece justificar cualquier cosa. Lo malo es que a veces esos mismos que portan con sumo entusiasmo esa misma bandera no son capaces de denunciar lo que sucede en determinados países y regiones donde eso mismo -la libertad en el más extenso sentido del término- es aún una quimera.

Los españoles nos queremos demasiado poco y, por supuesto, no nos respetamos. España es un país plural, variopinto, y si en la propia convivencia falta el respeto y la educación somos un país de mierda. Y se demostró aquel sábado con esa final. Porque fue sobre todo un gran problema de educación. Muchos no nos mostraríamos así ante la senyera o la ikurriña, ni tampoco ante los diversos himnos que sirven para representar a los distintos pueblos que configuran el país/el mundo. Y no estoy diciendo que hubiera que haber suspendido el partido (no me convence esta opción del todo), sino que fue un muy grave problema de educación, reitero. Porque si la libertad es una carta blanca entonces no hay leyes ni normas que valgan para gobernarnos. Confundir la libertad con el libertinaje es peligroso y en ocasiones tendemos a no diferenciar los dos términos, sobretodo en los tiempos que corren donde continuamente estamos cuestionando a quienes nos representan en las instituciones e incluso nuestra propia identidad como nación sin tratar de dar verdaderas soluciones meditadas al respecto.

Aquellos días se dijo que la gran pitada era una manifestación por la disconformidad del pueblo catalán ante un Estado que le vilipendia y no le escucha. Puede que en parte así sea, o puedo que no, pero oyendo estos argumentos me viene a la cabeza todas aquellas pequeñas localidades, comarcas o incluso provincias enteras que han visto con el paso del tiempo cómo la industria y los servicios pasaban de largo, dejando marchar a su gente en busca de un futuro mejor precisamente en aquellas regiones que aquel sábado trataron de mostrar de manera airada su ira ante una bandera y un jefe del Estado. ¿Acaso esos pueblos, comarcas y regiones tan abandonados tradicionalmente nunca han tenido razones para quejarse de la falta de sensibilidad de los diversos gobiernos?

Vivimos en un país cada vez más desequilibrado e injusto donde todo se debería poder hablar, pero con respeto por supuesto. Por eso este tipo de actos hablan muy mal de España como país al resto del mundo. No se da buena imagen, reconozcámoslo. Seguimos siendo un país muy peculiar con sus filias y sus fobias, pero mal haríamos si alimentamos la confrontación y la idea de las dos Españas, avivando rencores e intereses, siendo insolidarios. Y por eso sucesos como el de aquel día en Barcelona y otros muchos que con frecuencia son objeto de controversia en los medios de comunicación no hacen más que avisarnos de que hay cosas en nuestra sociedad que no funcionan. Porque en el fondo los políticos, la política en definitiva, son un decepcionante reflejo de nuestra realidad social como nación.