lunes, 8 de febrero de 2016

Va por ti, papá

Nunca voy a olvidar las últimas Navidades. Unas fiestas, se considera, para estar en familia, unos días especiales donde se atiborra uno a comida, a turrones y a polvorones y donde felicitas las fiestas incluso a gente que apenas conoces o a quienes no acostumbras a saludar el resto del año. Así son esos días. El espíritu humano sufre una pequeña y forzada transformación de la que todos en cierta medida somos partícipes.

Pero pocas Navidades he tenido yo en esta ocasión. Se han multiplicado los viajes a casa y los momentos de estar contigo en el hospital, papá. Muchos ratos de estar pendiente del teléfono, de los horarios de las comidas, de las visitas del doctor, y siempre con el ánimo positivo de que todo iba a salir bien, de que aunque con paciencia iban a acabar dándote el alta. Pero no pudimos hacer nada por ti. Hubo algo que se complicó en exceso y ya no hubo vuelta atrás.

Quien hubiera dicho, sobre todo a pocos días de ingresar en el hospital, que nunca más ibas a salir de aquella pequeña habitación. Aunque el susto latente y el respeto que da un lugar como aquel no nos bajó la moral en exceso, estábamos preocupados por ti. Nunca nos habíamos visto en una igual y sabíamos que algo no estaba bien en tu cabeza desde hacía no mucho, papá, pero seguías siendo el mismo, con tu sentido del humor, tus reproches y sobretodo tu fortaleza. Los tres sabemos que pasaste por un gran calvario de situaciones y que nunca te viniste abajo aunque cada día fuera un capítulo distinto de un largo serial televisivo; y no solo eso, sino que ibas superando esos contratiempos poco a poco, con el paso de los días,  mentalizado de que a tu edad las cosas de la salud son más complejas y requieren tiempo.

Creo que nunca he hablado contigo tan largamente como aquellos días en la 121. Me comentabas que habías vendido las viñas, tu divertimento -y estabas extraordinariamente contento por ello-, me hablabas con dulce recuerdo de tus años en Michelin -especialmente los primeros años cuando aquellos franceses tan amables coincidieron contigo en Aranda y luego en Vitoria-, de lo que disfrutabas esos paseos mañaneros hasta la ermita de San Pedro, de tu super-mini-radio que te llevabas a caminar todos los días... En todo demostrabas estar en paz contigo mismo y con los demás; ¿qué sentido tenía refunfuñarse ahora? También me dabas consejos, como que tratara de vender mi plaza de garaje o que tirara cosas que tenía por casa para no almacenar enseres que no utilizo. Y recuerdo también que me dijiste que en el fondo no te gustaba Candás (ahora me acuerdo mucho de ese detalle).

Pero poco después y de repente dejaste de ser tú mismo aquella tarde del 4 de enero. Ahí ya empezamos a perderte. No nos hacías caso y te enrocabas en doblar y doblar y volver a doblar toallas y sábanas pero siempre con esa cara de niño bueno que es enteramente feliz al usar su juguete favorito. Tampoco te apetecía comer, y eso sí que nos preocupaba ya demasiado. Estabas desistiendo de vivir. Nunca hubiéramos imaginado que aquella cama al lado de la ventana de la persiana rota era tu destino final, el de tu último aliento. Pero al menos tuviste el bonito detalle, papá,  de decirme adiós diez minutos antes de que comenzara el día de mi cumpleaños.

Es paradójica la vida. Hacía precisamente 38 años que yo había venido a este mundo a pocos metros de esa cama tuya y ese mismo día te ibas de él sin hacer ruido, sin espasmos, de manera suave y hasta sencilla. Y allí estábamos mamá y yo para estar contigo en ese momento porque siempre estuvimos pendiente de ti, dándote nuestro cariño y nuestro apoyo pese a que ya no nos reconocieras ni comprendieras lo que te decíamos. Pero siempre pensé que en el fondo me escuchabas e incluso pude expresarte literalmente y aunque fuera por una vez en la vida que te quería. Me quedo con eso.

La jornada siguiente la pasé tranquilo, aliviado, porque sabíamos que ese día negro iba a llegar. Toda la familia ha sido un ejemplo de aprecio y cariño hacia ti y hacia nosotros desde que ingresaste. Ni una mínima queja, solo agradecimientos eternos. Ha sido duro este proceso pero tratamos de superarlo, papá. Tu espíritu queda entre nosotros y en los lugares que más disfrutabas: el monte, la casa del pueblo, nuestro barrio... Ahora estamos aprendiendo a vivir sin ti, pero teniéndote presente y sintiéndote cerca. Nadie ha dicho que vaya a ser fácil, en especial para mamá. Y aunque nunca tuve contigo una gran conexión y a veces discutíamos por diversos asuntos, entendiste muy bien que me fuera de casa a vivir mi vida, me ayudaste sin dudarlo cuando compré mi piso y con el tiempo supiste renunciar a lo que querías que yo fuera dejando paso a lo que yo quería ser. Y estoy completamente seguro de que sentiste mi afecto y mi amor aquellos días tan complicados para todos.

Es el momento de afrontar tu pérdida con positividad. Tu final fue el menos malo porque podía haber sido mucho peor por el sufrimiento que hubiera ocasionado para todos, alargando un letargo inexplicable. No querríamos haberte visto así ni a ti te hubiera gustado acabar de aquella manera. Cada vez que paso junto al hospital me fijo en aquella ventana tuya y no puedo remediar pensar que la vida es muy injusta con demasiada frecuencia. Tú ya no volviste a salir de allí. Pero es hora de valorar lo importante que has sido en nuestras vidas y de que pese a lo mucho que te vamos a extrañar es momento de seguir con fuerza hacia adelante porque eso es  lo que a ti te hubiera gustado. Como decía el personaje de C.S.Lewis (Anthony Hopkins) en la muy británica Tierras de penumbra  "El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces. Ese es el trato". Y estamos dispuestos mamá, David y yo a que sigas estando orgulloso de lo que somos allá donde te encuentres. Papá, TE RECORDAREMOS SIEMPRE.

No hay comentarios:

Publicar un comentario